El teléfono de la casa paterna
A la memoria de mis padres
Jane Szichman y Samuel Moisés Reches.
Acabo de cambiar el aparato
telefónico.
En la casa de mi infancia,
adonde he vuelto a vivir con mujer e
hijos.
Desconectado, entre tornillos y
pedazos de cable,
el aparato viejo parece esperar en la
mesa del comedor
a que se proceda con él a un baño
ritual.
Y ahí se está, como resto de un
antiguo naufragio
que ha vuelto a tierra firme y se ha
puesto a secar:
pierde su envoltura de cosa de humano
en el breve rato que necesita
cualquier objeto depositado por el mar
para secarse de siglos de errar
sumergido.
Muy pronto me parece que podría
vacilar en decir para qué sirve,
qué fue, si es algo que ya estaba en
la casa o si lo acaban de traer,
cuando durante cuarenta años por él
llegaban y salían las voces
que tejieron la historia de un
continente perdido en el que yo fui hijo,
y mis propios dedos pequeños giraban
su disco para llamar a amigos de pantalón corto.
Muchas de las escenas centrales de la
historia de mi primera familia
se constituyeron a su alrededor y al cabo
de un rato se disgregaron,
¡en este caleidoscopio donde cada
pedacito de papel es un ser humano!
Por él se anunciaron nacimientos de
seres que muy pronto iban a decidir
exponer sus pechos a las balas
de la tierra.
Por él un día mi madre oyó después de
cincuenta años
la voz de su hermano soviético que
acababa de llegar a Israel
mientras en otra pieza esperaban su
turno de hablar tías y tíos.
Al volver a la pieza cada uno debía
transmitir con la mayor fidelidad
las pocas palabras dichas por el hermano
mayor
que se había quedado en Moscú porque
ya era un hombre y optaba por guerrear
mientras el padre rabino y la madre
cuyo vientre había dado diez veces a luz
decidían emigrar con todos los hijos
que pudieran.
Por él nos felicitaban por casamientos,
–por el de mi hermano primero, por el
mío después–.
En los días que precedieron al de mi
hermano,
recuerdo las llamadas a la modista, a
la confitería, a todo lo que se alquilaba.
Por él dije mis primeras palabras de
amor.
El ocultó el temblor, el
enrojecimiento, el rostro demudado
y sólo dejó pasar las palabras casi
puras.
Por él mi padre anunció la muerte de
mi hermano
después de arrancar su tubo de las
manos de mi madre
para abreviar un llamado que los
sollozos de mamá rota para siempre
podían prolongar hasta la
exasperación.
Por él llamé y me llamaron amigos para
decirnos, sin disculpas ni preámbulos,
poemas recién terminados o un verso
que acabábamos de modificar en algo,
en días en que no dudábamos, –¡y con
cuánta razón entonces!–
de la incondicional disponibilidad del
otro,
de que al otro ese poema anunciado o
ese verso imperfecto
lo habían mantenido en vilo con tanta
intensidad como a uno mismo.
Por él circularon conversaciones
clandestinas
con sus circunlocuciones y sus claves.
Las de mi hermano comunista primero, y
luego, muchos años más tarde,
las de yo mismo comunista.
Finalmente, de los cuatro, fui yo
quien lo desconectó.
Aunque el balance final de sus días
entre nosotros no fue bueno,
lo guardo con respeto junto a las
herramientas en la oscuridad de un placard.
Al depositarlo, roza levemente un
obstáculo y vuelve a sonar su campanilla.
No descubro razones para que yo quiera
sacarlo alguna vez de donde está,
pero me digo que las manos que un día
lo hagan
no tendrán motivo para actuar con
extrema delicadeza
y la campanilla sonará de nuevo.
Porque él reserva gotas de sonido para
cuando yo mismo ya no esté.
RUBEN RECHES
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