domingo, 28 de junio de 2015

LOS ESCRITOS DE ROLANDO, LEYENDAS JAPONESAS

LOS ESCRITOS DE ROLANDO
La Mesa del Café - Folklore
publicado en la página webb TODOTANGO.

rolandomoro  27/06/2015

-MUSO KOKUSHI LIBERA AL ESPIRITU DEL “JIKININKI”-



Un sacerdote errante de la tribu y secta del Zen, llamado Muso Kokushi, viajando por las sierras inmensas de su país, se perdió, y ya desesperaba de encontrar dónde cobijarse durante la noche, cuando los últimos rayos solares iluminaron, en la cima de una colina, una ermita llamada Anjitsu.

Estas ermitas tienen la particularidad de que solamente están construidas para albergar sacerdotes solitarios; eremitas o ermitaños, como se les llama.



Al primer golpe de vista las esperanzas del sacerdote sufrieron un rudo golpe, pues el estado de la ermita ofrecía un aspecto en verdad desolador, ruinoso. Mas no por eso descartó la posibilidad de encontrarla habitada, apresurándose a llegar cuanto antes, yendo todo lo deprisa que le permitían sus ya mermadas fuerzas. Por fin llegó, encontrando que su único habitante era un sacerdote bastante más anciano que él. Siguiendo la costumbre de su secta, le pidió humildemente que le concediese hospedaje por aquella noche, quedando atónito cuando el otro, fruncido el ceño, le dijo categóricamente que NO; mas añadió, después de pensarlo, que se dirigiese a un poblado que estaba a poca distancia, donde a buen seguro le hospedarían.



Muso le dio las gracias y prosiguió su camino sin decirle palabra.

Al poco tiempo de caminar, Muso encontró la aldea, si es que así se podía llamar, pues contaba como mucho con seis o siete caseríos. Le dieron alojamiento en la casa del alcalde. Al entrar observó que había mucha gente congregada, pero como estaba tan agotado, aunque vio que lo llevaban a un cuarto bastante apartado, no concedió al hecho excesiva importancia. No había hecho más que acostarse el caminante, cuando le pareció que le despertaban los sonidos de lamentos y se incorporó y vio cómo la puerta se abría lentamente, dejando entrar a un joven bien presentado, con una primitiva lámpara de mano, que le dijo lo siguiente:



—Reverendo padre..., es mi desagradable deber informarle que ahora soy el jefe de esta familia, pues cuando usted llegó mi padre acababa de expirar hacía unas horas. Pero dada la condición de su clase y el cansancio que se manifestaba en su rostro, no se lo quisimos decir por no interrumpir su descanso. La gente que usted vio son los vecinos del pueblo, que habían venido a cumplir con los últimos requisitos que se les presta a los muertos; ahora se van a otro pueblo situado a pocos kilómetros de aquí porque, según nuestra costumbre, nadie se puede quedar en nuestra aldea después de la medianoche y hacemos nuestras ofrendas y nuestros rezos.




Creo que sería mejor que usted, padre, nos acompañase al pueblo de al lado, aunque por ser sacerdote a lo mejor no tema a los espíritus malignos, a los cuales tememos los demás. Si es así, puede usted considerar esta humilde mansión como suya y quedarse con el muerto. Más debo poner en su conocimiento que nadie, aparte de un sacerdote, se atrevería a quedarse aquí con un cadáver. Así de raras son las cosas que suceden, como probablemente se dará cuenta si permanece aquí.



Muso le respondió, después de reflexionar un instante:

—Por vuestra hospitalidad os estoy eternamente agradecido; mas siento, buen amigo, que me dijerais lo de la muerte de vuestro padre, pues, aunque es verdad que estaba un poco cansado a mi llegada, no lo estaba lo suficiente como para no haber cumplido con uno de los sagrados deberes que impone el sacerdocio en nuestra religión. Si antes me lo hubieseis dicho, hubiera llevado a cabo el servicio antes de que los demás hubiesen partido. Pero no os preocupéis; lo haré ahora, cuando marchéis los que quedáis, estando con el difunto hasta mañana. Con respecto a las cosas que acabáis de contarme os comunico que, después de largos años de servicio como yo llevo, no temo ni a los hombres ni a los demonios.



De manera que, por lo que a mí respecta, podéis ir bien tranquilos, que mañana nos veremos. El joven pareció quedarse más conforme con la contestación del sacerdote y, sobre todo, más tranquilo. Repitió al peregrino que a ellos les estaba prohibido quedarse en el pueblo después de la medianoche, y con muchos zarambeques y consejos acerca de que cuidara de su persona, se despidieron, marchando el muchacho a toda prisa. Solo se quedó Muso, pero eso no le importaba demasiado.



Primero rezó las preces de reglamento, y como el cuarto estaba iluminado por un tomyo, o quinqué budista, se quedó en la más profunda meditación. Reinaba una completa tranquilidad cuando vio entrar una sombra o, mejor dicho, forma, quedando desde aquel momento sin la más leve fuerza para moverse.



Muso vio cómo la forma cogía el cadáver, como si tuviese manos, se lo acercaba a una cavidad que tenía por boca y se lo comía entero: carne, huesos, pelo, hasta el sudario. Luego de esta repugnante escena, la forma desapareció de la misma manera que había aparecido.

Cuando al día siguiente llegaron los del pueblo, se encontraron al sacerdote Muso esperándoles a la entrada de la casa del alcalde. Entraron y, al comprobar la desaparición del cadáver, no efectuaron el menor comentario. Pero el hijo del difunto le dijo:



—Reverendo padre, es probable que esta noche haya usted presenciado cosas extremadamente desagradables. Cosas horribles que, de habérselas contado yo con anterioridad, a buen seguro que no hubiese creído porque, en realidad, resultan increíbles... Increíbles hasta que uno es testigo directo de ellas, claro. Excuso decirle que todos hemos estado muy preocupados por la suerte que usted pudiese correr, pero, dada su condición de religioso, tampoco nos atrevíamos a obligarle a renunciar a las disposiciones propias de su ministerio.



También pensamos en quedamos aquí para protegerle en el caso de que ello hubiera sido necesario. Pero cada vez que las leyes de este pueblo son desobedecidas a este respecto, ocurren luego extremas calamidades. Sin embargo, cuando obedecemos, desaparece el cadáver y lo ofrendado. Quizá usted ha podido ver cómo desaparecen todas estas cosas, aunque es cuestión de su privacidad el revelarlas o no.



Muso le dijo que no tenía ningún inconveniente en hablar y le explicó lo de la forma misteriosa y además le preguntó si alguna que otra vez no oficiaba el viejo sacerdote que tenía su ermita sobre la cuesta, a poca distancia del pueblo. Como todos estaban escuchando se miraron entre sí asombrados, al oír las últimas palabras del religioso, y le respondieron casi al unísono:



—Querido padre, en esta comarca no ha habido un sacerdote en los últimos cien años, y por lo que respecta a la ermita, hace siglos que ya no existe ninguna donde su señoría dice.

Muso no insistió más sobre la cuestión y, después de informarse bien sobre la carretera, para no perder su camino por segunda vez, se despidió sin decir nada; mas se propuso aclarar el misterio de la ermita y allá dirigió sus pasos.



La encontró sin ninguna dificultad, como había supuesto de antemano, y ahora su ocupante le invitó a penetrar. Apenas había traspuesto el desvencijado umbral de lo que antaño fuese la puerta, cuando el viejo prorrumpió en llantos, diciendo que se avergonzaba de lo sucedido. Muso le dijo que no tenía que avergonzarse por no haberle dejado dormir en la ermita la noche anterior. Pero el anciano, que no se estaba refiriendo a ese hecho concreto, prosiguió en tono patético:



—No, señor. Lo que me da vergüenza es que me haya visto en mi verdadera... forma. Sepa que el que se comió el muerto anoche fui yo. Y sepa usted, reverendo señor, que soy un jikininki, o sea, un sacerdote caníbal, y permítame confesar la causa y culpa por las que estoy reducido a esta vergonzante situación. Hace muchos siglos yo era el único sacerdote que había en estos parajes; mas sólo me ocupaba de la parte mercantil.



Me traían los cadáveres desde distancias muy grandes; pero yo sólo pensaba en la comida y en los trajes que la gente piadosa me regalaba. Así es que después de mi muerte fui reencarnado en un jikininki. Desde entonces me encuentro ante la desagradable obligación de alimentarme únicamente de los muertos que se producen en este distrito. Ahora, padre reverendo, le ruego diga usted un segaki —rito budista para pacificar los espíritus que se han vuelto hambrientos—, para que yo pueda abandonar esta existencia tan horrible.



No había hecho más que formular la petición, cuando desapareció, y con él, la ermita. El sacerdote Muso Kokushi se encontró solo, arrodillado sobre la hierba. Al lado suyo no había más que una go-rinishi (especie de piedra, formada de cinco partes, que simbolizan los cinco elementos místicos: éter, aire, fuego, agua y tierra), que parecía representar la tumba de un sacerdote.



*Leyendas del folclore Nipón*

LOS ESCRITOS DE ROLANDO
La Mesa del Café - Folklore
publicado en la página webb TODOTANGO.

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